Hoy, Triana se desprende de uno de los iconos que bordaban su identidad: el ficus centenario de San Jacinto. Plantado en 1913 y en un entorno calificado como Bien de Interés Cultural, este árbol era más que vegetación urbana, era memoria colectiva, testigo silente de generaciones que crecieron bajo su sombra.
La tala definitiva, consumada esta semana, cierra tres años de agonía iniciada en 2022 con una poda agresiva que eliminó el 70 % de su copa . A pesar de ello, un pleno de septiembre de 2024 aprobó una moratoria que pretendía conceder al árbol “una última oportunidad”. Sin embargo, acciones concretas para su conservación brillaron por su ausencia. Como denunciamos en múltiples ocasiones: “no se ha hecho nada por parte del Ayuntamiento en estos meses para recuperar al ficus”.
La plataforma en defensa del ficus acusó claramente al Gobierno de la ciudad de incumplir lo acordado: “Un informe avala que no había peligro en mantener lo que quedaba del árbol”. Y todavía duele más: la tala se ha consumado en pleno mes de agosto, “sin comunicación pública previa y en plena temporada en que la atención ciudadana y mediática es menor”.
Este episodio revela una política ambiental que prioriza la inmediatez por encima del patrimonio y de la participación vecinal. La escasa transparencia y la ausencia de voluntad real para implementar lo acordado en pleno contrastan con la emotiva retórica institucional. Hoy se deja un pequeño trozo de tocón y una placa conmemorativa en su lugar; un gesto simbólico que choca con la realidad: lo que no se preserva, se pierde de verdad.
El ficus ya no está, pero su ausencia grita: en una ciudad que arde en verano, ¿qué futuro esperanzador nos espera si damos la espalda a lo vivo y lo simbólico? Urge repensar cómo, quién y con qué mirada cuidamos nuestro paisaje urbano. Si lo que se acuerda en el Pleno no se ejecuta, la democracia se vacía; y si lo que se celebra en discursos no se concretiza en hechos, la ciudad solo se engalana de n