Hace más de un siglo, Lenin escribía La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo para alertar a los movimientos revolucionarios de su época sobre los peligros del dogmatismo, el sectarismo y el desprecio por la realidad concreta. Lo hacía con la claridad de quien entendía que la revolución no se construye con consignas, sino con estrategia, disciplina y capacidad de conectar con las masas.
Hoy, en un tiempo muy distinto, las enseñanzas de aquel texto siguen resonando con fuerza. No porque vivamos la misma coyuntura histórica, sino porque la izquierda —en toda su diversidad— sigue enfrentando algunas de las mismas patologías: la pureza ideológica convertida en trinchera, la facilidad para dividirse antes que construir, el infantilismo político que prefiere el gesto antes que el proceso.
Lenin criticaba a quienes confundían radicalidad con aislamiento, a quienes creían que apartarse de las masas era un acto de coherencia. Hoy, ese error se reproduce en nuevas formas: proyectos políticos que se fragmentan por egos personales, plataformas, colectivos o asociaciones pantalla que se crean no para sumar, sino para atacar a compañeros y compañeras, para destruir lo que no se controla. La política se convierte así en un escenario de vanidades más que en una herramienta de transformación.
La izquierda, diversa por naturaleza, necesita aprender a convivir con esa pluralidad sin convertirla en un campo de batalla. El pensamiento crítico no puede transformarse en una sucesión de análisis infantiles que desprecian la complejidad del poder, ni en discursos moralistas que se contentan con señalar al otro como culpable de todos los males. La política —como recordaba Lenin— no es una escuela de pureza, sino un arte de lo posible que exige táctica, paciencia y visión estratégica.
Frente a los proyectos personales, la izquierda debe reivindicar los proyectos colectivos. Frente al ruido, la reflexión. Frente al narcisismo político, el trabajo de base. No se trata de negar el debate ni la crítica, sino de situarlos en un horizonte de construcción. La alternativa al capitalismo no puede ser una suma de individualidades enfrentadas, sino un proyecto común que sepa unir lo diverso sin diluir lo esencial.
Lenin escribió su obra para curar una enfermedad que amenazaba con debilitar a la revolución antes incluso de que madurara. Hoy, un siglo después, la izquierda tiene sus propias “enfermedades infantiles”: la inmediatez, el egocentrismo, la cancelación mutua, la sustitución del pensamiento por el tuit. Y también tiene la oportunidad —si aprende de su historia— de superarlas.
Porque la tarea sigue siendo la misma: transformar el mundo. Pero para hacerlo, antes debemos ser capaces de transformarnos a nosotros mismos.

